La fatalidad de los colmillos grandes
(PL) De dientes diferentes está llena la naturaleza: afilados para desgarrar la carne, semicónicos para triturar huesos, de plancha para desmenuzar conchas marinas, chatos y masivos para machacar plantas fibrosas, y un largo etcétera donde la selección natural manifiesta su poder de creación en el mundo viviente.
Así, cada animal tiene los dientes y la mordida que necesita para llenarse el estomago. Ni más, ni menos.
Pero el asunto dental está, además, muy lejos de priorizar aspectos estéticos sobre los prácticos , si es que fuera posible tal diferenciación. Justo el tipo de dieta que por milenios ha moldeado las piezas dentales determina también la estructura osteomuscular de -al menos- cabeza y mandíbula de un animal.
De esa manera, la despreciable hiena tiene pocas razones para estar triste pues su mordida es más poderosa incluso que la del Rey de la selva, a quien eventualmente puede llegar a arrebatarle las presas.
Tan potente es la mandíbula de esos achaparrados mamíferos, que en los parques zoológicos se procura no poner al alcance de sus dientes los candados de las jaulas para evitar que los rompan de un mordisco tal vez si los cuidadores se demoran demasiado en servirle su comida.
SORPRESA CON ENORMES DIENTES
En la imaginación popular -probablemente desde fines del pleistoceno- se suele asociar la apariencia de la dentadura de un animal a la potencia de su mordida.
Imagino que, por esa razón, nuestros antepasados de las cavernas trataran de evitar caer en las fauces de un tigre dientes de sable, las cuales -en las primitivas mentecitas de los trogloditas- probablemente fueran sinónimo de máximo poder natural.
Y hacían bien en evitar a esos felinos, aunque nuevos datos científicos arrojen ahora una luz diferente sobre ese particular.
Resulta que, al contrario de lo que sugiere la intuición, esos formidables depredadores que reinaron hasta hace unos nueve mil años, no mordían tan fuerte que digamos aunque probablemente tampoco necesitaban hacerlo gracias a sus técnicas de caza.
Estudios numéricos realizadas por el profesor Colin R. McHenry, y publicados en PNAS (Proceeedings of the Nacional Academy of Sciences), de la Universidad de Newcastle, Australia, revelan que el dientes de sable norteamericano, Smilodon fatalis, tenía una sorprendentemente débil mordida.
En su trabajo, el grupo de científicos creó un modelo tridimensional del cráneo de un S. fatalis a partir de una tomografía en 3-D mediante análisis por elementos finitos.
Esa técnica matemática usada por los ingenieros para analizar la distribución de cargas mecánicas en diferentes estructuras, como las alas de un avión, por ejemplo.
Después introdujeron en la computadora datos relativos a las fuerzas que debieron haber experimentado dientes, cabeza, mandíbula y músculos durante la caza.
Como elemento de comparación, modelaron igualmente la cabeza de un león actual (Panthera leo).
Los cálculos colocaron en unos mil Newton la fuerza de la mordida del S. fatalis, sólo un casi insignificante 30 por ciento de la de un león de tamaño similar apretándole el cuello a una cebra en las sabanas africanas.
Además, la simulación reveló que la fortaleza músculo-esquelética craneal del S. fatalis no le permitía lidiar por mucho tiempo con una presa tratando de librarse de sus fauces.
A partir de esos resultados, los científicos concluyeron que el S. fatalis probablemente debió haber adoptado técnicas de caza radicalmente diferentes a la de los leones actuales, que matan su presa por asfixia.
El dientes de sable, según McHenry, era corporalmente muy fuerte, con poderosas extremidades. No fue un animal construido para correr, sino para luchar y someter a grandes presas contra el suelo con su notable fortaleza física.
Solo cuando tenía sometida a su futura comida era que entraban en escena sus enormes caninos. Entonces, una sola y fatal mordida capaz de cortar los grandes vasos sanguíneos del cuello del infortunado animal garantizaba una muerte más o menos instantánea.
En esa acción, la fuerza provenía, además de los relativamente pequeños músculos maxilares, de su bien desarrollada musculatura cervical.
LOS COLMILLOS DE LA DESGRACIA
Con esa táctica, durante milenios los tigres dientes de sable se mantuvieron en la cima de la cadena alimentaria derribando grandes bóvidos, cérvidos y hasta mamuts.
Pero todo parece indicar que sus formidables colmillos, hechos para un modo de caza sumamente restringido, fueron causa de su perdición.
Idóneos para matar presas voluminosas, no tenían, sin dudas, el mejor diseño para abatir animales de pequeña talla, por lo que en tiempos en que disminuía la caza mayor, el S. fatalis carecía de recursos anatómicos para adaptarse al cambio.
Como muestra la paleontología, la especialización extrema puede ser muy exitosa para la supervivencia a corto plazo, pero es un lastre para la preservación de una especie durante periodos grandes.
Tan pronto como un ecosistema pierde su estabilidad, el primer candidato a la extinción es el que ha desarrollado características poco versátiles. Es el generalista, y no el especialista, el que sobrevive.
Y, como podemos constatar hoy, fueron los cazadores menos especializados, como el león, los que lograron pasar de época en época, mientras el temible dientes de sable quedó para pieza de museo.
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