La leyenda del ron cubano
Por Ramón Lobania Consuegra
Un trago de Habana Club en cualquier lugar del mundo es inconfundible. Ese sello que lo distingue de todos los demás gracias a la magia de los maestros toneros cubanos que como tradición pasa de generación en generación, es una leyenda acrecentada por el prestigio ganado en estos años en muchos países donde se comercializa nuestro ron.
El Museo del Ron está situado en un edificio de tres plantas, construido en el siglo XVII, entonces propiedad del Conde de la Montera, en la Avenida del Puerto, en la parte antigua de la Ciudad de La Habana.
Tras el toque de una campana en la planta baja, se inicia el viaje escaleras arriba por el laberinto que conforman las distintas salas; la primera de ellas es una simulación de un taller de construcción de toneles de madera, hechos a base de roble blanco americano con capacidades para 180 litros y otros mayores.
Realmente, la leyenda del ron cubano tiene su origen cuando Cristóbal Colón en su segundo viaje en 1494 trajo a América la caña de azúcar oriunda del sur de la India y llega a Cuba en 1513.
Es la caña plantada en las condiciones de nuestros suelos y clima tropical la materia prima del azúcar y de las mieles o melaza que se convierten a través de un complejo proceso de fermentación, destilación, filtración, añejamiento, mezcla y embotellado, en los exquisitos rones producidos en la Isla, admirados en todo el mundo.
De cada una de estas fases, el visitante puede admirar una representación en el Museo del Ron. Ahora sigamos la ruta de la caña que es hacerlo también de la esclavitud en esta parte de América. Porque para cultivarla y procesarla se necesitaba mucha mano de obra barata encontrada en el continente africano entre los siglos XVII y XIX de donde fueron trasladados en los barcos negreros millones de sus hijos para convertirlos en esclavos.
En una de las salas del Museo del Ron aparecen imágenes en las que los esclavos son los encargados de cortar la caña y trasladarla hasta los trapiches. Allí está el trapiche, una especie de sistema de masas rotativas de madera a modo de exprimidores para extraerle el jugo (guarapo), que primero se hacía en forma manual y posteriormente mediante tracción animal. La despiadada explotación y las malas condiciones de vida a que fueron sometidos causaron la muerte de muchos de los negros esclavos.
Con la introducción de la máquina de vapor en 1820 la industria azucarera en Cuba experimentó un gran paso de avance, surgió el ferrocarril y los trapiches se transformaron en ingenios que posibilitaron un incremento notable de la producción del dulce grano.
Hay en el Museo un batey azucarero en miniatura y funciona el pequeño ferrocarril que circunda las distintas áreas e instalaciones que lo caracterizan: el central, desde el basculador hasta los almacenes de azúcar y aledañas las edificaciones para oficinas, el comercio y las casas de familia.
En grandes tanques de madera (hoy en la industria son de acero inoxidable), con capacidades para 22 000 litros, donde las mieles a través de la fermentación con aguas tratadas y levadura se convierten en vinaza, que es el cambio del azúcar en alcohol.
Concluida la fermentación, las mieles están listas para ser destiladas en columnas tradicionales (alambiques) que logran purificar los alcoholes y aguardientes de aldehídos ácidos y otras impurezas. Llegado este momento, los alcoholes de 94-96 grados se colocan en los barriles de añejamiento por un período no menor de 18 meses.
Solo después de este proceso, se produce la magia de los maestros toneros poniendo en práctica experiencias y conocimientos en la mezcla de rones de diferentes tipos de edades para lograr finalmente las características deseadas e inconfundibles del Habana Club.
Tomado de Radio Ciudad del Mar
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